miércoles, 5 de agosto de 2009

Díada*


“For every sin that Dorian Gray committed
a stain would fleck and wreck the fairness of the picture
that would be to him the visible emblem of conscience.”
Oscar Wilde


Brumosas vacilaciones trazan círculos invisibles en las periferias de mis pensamientos, al igual que lo hacen las moscas al toparse con un cadáver descompuesto. Cualquier mínimo desliz podría convertirse en un completo fracaso, otro más para continuar decorando los recintos de mi vida con un sutil empapelado a color frustración. Desde que lo conocí aquella noche he intentado huir de su presencia fantasmal, de su carácter oscuro, embebido de hostilidad, de indecencia. Pero fallé nuevamente. Fallé en creer que podría rehusar su compañía, su atractiva fatalidad. Contemplé por un instante sus ojos y sus profundidades superfluas. Me aterrorizó aquel oxímoron que se escondía en sus pupilas. Pero a pesar de todo eso, o tal vez por eso mismo, me embargó la sensación de la presencia de una oportunidad única. La oportunidad de librarme de mis miserias, de mi patética existencia. Mi cerebro decidió escapar. Mi cuerpo resolvió permanecer, allí, a su lado.

Fogosos instintos graban abismos de certezas en mis sesos viciados, con tal firmeza, que se asemejan a las serpientes que marcan su camino hundiéndose en la fría arena nocturna del desierto. Desde que lo conocí a él, surgió en mí el deseo de compartir con aquellos reptiles otras similitudes. El grueso y escamoso cuerpo. El veneno en los colmillos. La primera vez que lo vi no pude evitar burlarme de su represiva fragilidad, de sus miedos, de sus inseguridades. Pobre idiota, sumergido en la monotonía de los deberes, en la cárcel de la moralidad. Cuando se aproximó, contemplándome atontado, fui testigo del temblor de sus piernas. Sus ojos las emulaban, agitándose impacientes. Pensé en rehusar su compañía con un gesto vil, sin embargo no lo hice. Me atrajo la idea de someterlo, de dejarlo caer a mis pies bajo el embrujo de la pasividad.

Luego de nuestro primer encuentro, comenzamos a frecuentarnos cada vez con mayor asiduidad. A cada minuto que pasaba, la batalla que se desarrollaba en mi interior se hacía más cruda, y la victoria se alejaba apesadumbrada de mi alcance. Ciertamente la sociedad desaprobaría toda la situación cuando descubriera que nuestros caminos se habían cruzado. Pero tengo que admitirlo, era cada vez más arduo eludir mi deseo a resguardarme detrás de los agresivos matices de su personalidad. Me sentía a salvo. Seguramente todos me azotarían con las miradas, los penetrantes látigos de la desaprobación. Me considerarían vergonzoso y repulsivo por mantener esta relación. Me encerrarían en la prisión de la culpa, por haber abandonado al hombre tan pulcro y educado que fui. Tan correcto, diría yo. Tan esclavo me diría él.

El tiempo que transcurrió a partir de su primer cita conmigo fue viscosamente delicioso. Me gustaba dominar el baile de las agujas del reloj mientras él se desvanecía suplicante entre mis dedos. Me regocijaba ver la reacción de la gente cuando nos debatíamos y yo finalmente lo derrotaba, dejando flameante la bandera de mi imperio sobre su pudorosa piel. Todos se comportaban como el público de una perversa obra teatral, contemplándonos pasmados. No lograban comprender que el progreso de las escenas, que se sucedían en un cruel desfile, eran el resultado del subsidio de sus grandes corporaciones: el odio, la injusticia, el desprecio. Él sintió ese pesado fardo en su espalda, el fardo de una sociedad desasociada y no encontró otra salida que acudir a mí. En busca de ayuda. En busca de abandonarse a la destrucción del germen que le dio la vida.

Me impaciento sobre el puente de piedra donde siempre concretamos nuestros encuentros, ansiando su llegada. Solía esperarlo en vano, pero hoy no. Distingo su voz en mi interior, aquel tono displicente pero firme, íntimo pero frío, como los escalofríos invernales. Oigo sus pasos retumbantes sobre la agrietada superficie del viaducto y los inconstantes latidos de mi corazón desesperado. Brumosas vacilaciones trazan círculos invisibles en las periferias de mis pensamientos, al igual que lo hacen las moscas al toparse con un cadáver descompuesto. No concreto ninguna decisión congruente. Me debato entre la posibilidad de correr despavorido o enfrentarme a él y hacerlo entrar en razón. Ya no podemos convivir, es imposible. Ya no me siento yo mismo cuando él esta cerca, siento que me asfixia como si se tratara de una víbora humana. Suelo perder el conocimiento, desmayarme bajo su poder, perderme en el abismo de su persona.

Veo su deprimente silueta acercarse por la otra orilla. Camina tambaleándose sobre las rocas como un maldito borracho, rodeado de insectos. Me siento sofocado por su empalagosa presencia, agobiado por su depresiva inclinación a la dependencia. Es un pequeño parásito que recorre las curvas de mi espalda, buscando alimentarse con la seguridad de mi postura. Fogosos instintos graban abismos de certezas en mis sesos viciados, con tal firmeza, que se asemejan a las serpientes que marcan su camino hundiéndose en la fría arena nocturna del desierto. Ya no seremos dos en esta historia. Ya no seremos.

Nos detenemos ambos en el centro del puente. Aquel lugar donde se cruzan las historias de los transeúntes y sus antagónicos designios chocan, por un segundo, por una vida entera. Viendo la hoja brillante que pende de su mano me pregunto si en algún momento yo hubiera sido capaz de cercenar esos hilos de marioneta deshilachada que le permiten manejarme a su antojo. “Imposible” sería la respuesta más sincera.

Finalmente aquí, cara a cara. Sujeto la empuñadura con tanta intensidad que las asperezas de mis dedos se abren en dolorosos surcos. Contemplo mi reflejo en la espejada lámina, pero sólo soy capaz de distinguir sus depresivas facciones, sus angustiosos ojos. No tolero el garabato de su presencia en la atmósfera. Concentro mi atención en su abdomen y asesto el primer golpe.

Su rostro se contrajo en una mueca vehemente. Sentí el ardor en mis entrañas como si aquel objeto inanimado no fuese de metal sino de fuego. Como si hubiese sido afilado en el mismísimo infierno. Estiro mis brazos en un intento fallido por mantener el tan deseado equilibrio.

La caída no me inquietó. Únicamente puedo percatarme del cálido dolor en mi estómago. Llevo los párpados abiertos a la grieta herida que se exhibe burlesca en mi vientre. Una cascada escarlata lo tiñe impávidamente.

Es irónicamente atroz el contraste entre la grana efusión incandescente y el gélido terreno pedregoso.

Irónicamente atroz. Como la ambigüedad del destino.



*Desempolvado de los trabajos de la materia Taller de Expresión I, Ciencias de la Comunicación, Facultad de Ciencias Sociales, UBA. A veces resulta interesante reconocer todas las cosas que uno le cambiaría 4 años después (luego de que tantas cosas han corrido debajo del puente - y no me refiero sólo al agua).

No hay comentarios: